Durante el año jubilar de la
Misericordia 2015, convocado por el Papa Francisco, nos centramos en
reflexionar sobre la misericordia: misericordia de Dios para con nosotros, la
misericordia que hemos de tener entre nosotros, con los demás, con nosotros
mismos, con toda la humanidad. Para ambientarnos veamos la conocida parábola
del buen samaritano, del Evangelio según San Lucas, cuyo logo ilustró el pasado
año de la misericordia:
Pero (el Escriba), queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y
¿quién es mi prójimo?»
Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en
manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron,
dejándole medio muerto.
Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un
rodeo.
De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un
rodeo.
Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo
compasión.
Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le
montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él.
Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero,
diciendo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.”
¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos
de los salteadores?» (Preguntó Jesús al Escriba)
Él dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Jesús le dijo:
«Vete y haz tú lo mismo.»
Lc 10,
29-37
La
misericordia: mirar la miseria del corazón, acoger con corazón la miseria, mi
miseria, la del otro, la de la sociedad, la de toda la humanidad… Misericordia,
bien podemos decir: es el segundo nombre de Dios. Cuando el evangelista San
Juan nos dice, en el capítulo 4 de su primera Carta, que Dios es amor, también
nos está diciendo que Dios es misericordia; cuando rezamos los salmos lo
repetimos continuamente: “dad gracias al Señor porque es bueno, porque es
eterna su misericordia,” lo cantamos en la oración de Laudes cada domingo con
el salmo 117.
Los
musulmanes, en sus cinco momentos de oración al día a día, antes de cada
comida, al comenzar el trabajo, en todas sus oraciones: repiten varias veces el
nombre de Alá como “el misericordioso”, se encomiendan a él, le presentan sus
trabajos y labores del día; todas las oraciones comienzan invocando a Alá como
el misericordioso. La expresión árabe que utilizan es: Bis mí Allá al raj man al ra jín: que puede traducirse: En el nombre de Dios el clemente y misericordioso,
pero la traducción literal es: “En el nombre de Dios, que es el misericordioso
y el que hace la misericordia.” Esta es de las primeras oraciones que
aprende todo niño y niña musulmán, que Alá es misericordioso, lo integra en su vida y de este modo, la
confianza en la misericordia de Dios termina formando parte de su conciencia, por
la constante repetición y meditación de esta oración.
La
fe en Dios clemente y misericordioso, une a todas las creencias en el amor. El
Papa Francisco publicó en su web “Video del Papa Francisco”, en el mes de Enero
del 2015, un video sobre el diálogo interreligioso, en que aparecen una
representante de los budistas, uno de los judíos, otro de los musulmanes y un
sacerdote católico. En la primera escena aparece cada uno de los representantes
religiosos expresando su creencia: creo en Buda; creo en Dios; creo en Dios, creo
en Alá; creo en Jesucristo. En la penúltima escena vuelven a aparecer cada uno de
los representantes, pero esta vez, todos dicen la misma frase, afirmando la
creencia en un valor fundamental de su fe: creo en el amor.
La
parábola del Buen Samaritano, habla por sí sola al corazón de toda persona que
la lee o la escucha, sin importar su credo (o increencia). Aunque puede parecer,
que el Escriba a quien Jesús le pregunta: «¿quién de estos tres te parece
que es el prójimo del que cayó en manos de los asaltadores?», fue irónico al
responder la pregunta de Jesús con la frase: «él que practicó la
misericordia». De todos modos, Jesús,
en esta respuesta, tuvo la ocasión oportuna, aprovechando la acertada respuesta
del Escriba, para ser directo, claro, sencillo y preciso en su enseñanza: ¡Vete
y haz tú lo mismo! Cuando me pregunto a mí mismo: ¿qué había en el corazón del
samaritano, que le movió a actuar de ese modo, ante esa situación? La respuesta
me lleva a pensar, en las virtudes, que van unidas la misericordia, como si
fuesen hijos que nacen de ella, por ella y desde ella: la alimentan y fomentan
y la hacen creer y fructificar en el corazón de la persona. Varios son los
gestos del samaritano para con el hombre apaleado y medio muerto: gestos de
médico, de padre-madre, de transportista, de vigilante… Estos gestos son fruto
de las virtudes, que como hijas de la misericordia, anidan en el corazón de
aquellos que siguen a Jesús con corazón sincero.
Un
espejo que nosotros tenemos a la mano para configurarnos con Cristo por medio
de una vida virtuosa, por ser monjes benedictinos, es el capítulo IV de la RB,
sobre los Instrumentos del arte espiritual o los Instrumentos de las Buenas
Obras, cuyo listado de prácticas y tareas a vivir y llevar a la práctica
corporal y espiritualmente, está coronado al final con la exhortación a “no
desesperar nunca de la misericordia de Dios”, Padre bondadoso, cuya
misericordia es un abismo sin fondo, como decía San Vicente de Paúl para
remarcar, sin lugar a dudas, que el amor de Dios por la humanidad es infinito.
Sin
lugar a dudas podemos afirmar, que una persona misericordiosa es virtuosa por
ello y que una persona virtuosa, es misericordiosa en razón de su virtud.
Nuestras
virtudes pueden fluir de nosotros con tal naturalidad, que hasta nos puede
sorprender cuando alguien nos hace saber de la existencia de alguna o algunas
de ellas en nosotros. Las personas que se acercan y/o relacionan con nosotros, son como un espejo, que nos muestra nuestro
propio rostro, parte de quienes somos. Por eso les servimos como modelo y
ejemplo, así como ellos nos muestran el modelo y ejemplo de una vida virtuosa,
o una u otra virtud en específico. Aquí radica una de las grandes riquezas de
la vida en sociedad, que ofrece constantemente el abanico de las virtudes de
los demás, en el día a día, en el roce continuo de unos con otros; para nuestro
crecimiento y maduración en la vida de la gracia, como personas, como sociedad que
buscamos a Dios misericordioso. Decía San Agustín, que en la comunidad somos
como las piedras de los ríos, nos vamos moldeando, limando aristas y puliendo
por el continuo roce con los hermanos.
Dos
textos del apóstol San Pablo me llaman la atención, por el programa que
muestran para crecer en las virtudes. El primero es de la carta a los Romanos
5, 3-5:
Más aún;
nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra
la paciencia; la paciencia, virtud
probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos
ha sido dado.
-
Tribulación que engendra paciencia, la paciencia-virtud probada, la virtud
probada- esperanza: que no falla: resultado, el amor de Dios derramado en
nuestros corazones.
El segundo texto es de la carta a
los Colosenses 3, 12-15:
Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos
y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia, soportándoos unos a otros, y
perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó,
perdonaos también vosotros. Y por encima
de todo esto, revestíos del amor, que es el broche de la perfección. Y que la paz de Cristo reine en vuestros
corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo cuerpo. Y sed
agradecidos.
En este texto los verbos que aparecen son sugerentes y directos en el
llamado a la acción, a la práctica de las virtudes: revestíos de… soportándoos…
perdonándoos… revestíos… sed agradecidos
También el apóstol San Pedro en su
Segunda Carta (1, 5-8) nos enseña un camino para crecer en la virtud:
Por esta misma razón, poned el mayor empeño en
añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la
templanza, a la templanza la paciencia activa, a la paciencia activa, la
piedad, a la piedad el amor fraterno, al
amor fraterno la caridad. Pues estas cosas, si las tenéis en abundancia, no os
dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor
Jesucristo.
León Tolstoy, famoso
novelista ruso, tiene un cuento muy sencillo llamado “Las Tres Preguntas.”
Resumo el cuento:
“A un rey se le
ocurrió en una ocasión, que si supiera el momento exacto en que comenzar cada
cosa, si supiera a qué personas hacer caso y a quiénes evitar y, sobre todo, si
supiera lo más importante que hay que hacer, nunca fracasaría en nada que
emprendiese. Por eso proclamó en su reino que daría una recompensa a
cualquiera que le enseñara cuál era el
momento adecuado para cada acción, quiénes eran las personas más necesarias y
cómo saber qué es lo más importante que hay que hacer. Se acercaron a él muchas
personas, que le dieron muchas respuestas, todas distintas, ninguna le pareció
satisfactoria. Pero como siguió adelante con su inquietud, fue a ver un
ermitaño que vivía en las afueras de la ciudad. Cuando llegó el rey, el
ermitaño estaba cavando el suelo frente a su cabaña.
El rey le hizo al
ermitaño las tres preguntas: ¿Cómo puedo aprender a hacer lo correcto en el
momento adecuado? ¿quiénes son las personas más necesarias para mí y a quiénes,
por tanto, he de prestar más atención que al resto? Y ¿qué asuntos son los más
importantes y que requieren mi inmediata atención? El ermitaño escuchó al rey
pero no respondió nada. Únicamente se escupió las manos y siguió cavando. El
rey, al ver que el ermitaño estaba cansado de cavar, le dijo que le deje la
pala para seguir cavando, a lo cual el ermitaño respondió: ¡Gracias! El rey se
cansó de esperar respuesta, le gritó al ermitaño que si no las tenía le dijese,
para marcharse a su palacio. Entonces el ermitaño llamó su atención diciéndole
que alguien se acercaba corriendo. Este hombre venía herido del bosque,
agarrándose el estómago, estaba herido de arma punzante.
Al ver que era el rey
quien le socorría le dijo: “perdóname”. El rey le respondió que no le conoce y
por eso no tiene nada que perdonarle. Pero el hombre le dijo, que era un
enemigo suyo que juro que se vengaría, y había venido a matarle, al saber que
vino a ver al ermitaño. El rey había matado a su hermano y le había quitado su
propiedad. Los guardaespaldas del rey le vieron escondido y le hirieron, pero
él pudo salir huyendo y salvar su vida. Entonces puso su vida en las manos del
rey, que le perdonó y mandó a sus sirvientes que le llevasen a los mejores
médicos del reino para que cuiden de él.
Antes de marcharse el
rey volvió a hacer las tres preguntas al ermitaño, quien dijo: “Ya están
respondidas”. ¿Cómo respondidas? ¿qué quieres decir? No ves, explicó el
ermitaño. Si ayer no me hubieses ayudado a cavar y hubieses seguido tu camino,
tu enemigo te hubiese alcanzado y dado muerte. Por eso el momento más
importante fue cuando estuviste cavando conmigo y yo era el hombre más
importante y hacerme el bien era tu tarea más importante. Si no hubieses atendido
a tu enemigo, habría muerto sin reconciliarse contigo. De modo que era el
hombre más importante y lo que hiciste por él tu tarea más importante. Recuerda
pues: sólo hay un tiempo que es importante ¡Ahora! Es el tiempo más importante
porque es el único tiempo en el que tenemos algún poder. El hombre más
necesario es aquél con quien estás, porque ningún hombre sabe si tendrá trato
con alguien más. Y la tarea más importante es hacer el bien, porque ese es el
propósito por el cual Dios le dio la vida al hombre.
Al final de esta meditación, depositamos
nuestras vidas en las manos de la Virgen María, esa a quien el ángel Gabriel
llamó: la «kejaritomene», la “llena de gracia” y que nosotros, antes de retirarnos
a descansar, invocamos en la Salve como la Mater
misericodiae, Madre de misericordia. Amén
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