1.- DIÁLOGO INTRA-RELIGIOSO
Nace como
respuesta
a una llamada de Dios.
No surge del capricho personal sino de
una aspiración profunda a la que respondemos. Es por tanto un acto de fe.
Esta llamada de
Dios puede ser favorecida por algunas circunstancias de la vida: amistades,
situaciones interculturales, matrimonios mixtos, estancias en el extranjero, la
práctica de la meditación silenciosa, una experiencia de no-dualidad, el
encuentro con maestro espiritual, el arte, los lugares sagrados, las
peregrinaciones…
Después del primer sí es necesario
revisar constantemente nuestra motivación, que debemos purificar de cualquier búsqueda
de provecho inmediato, incluso el espiritual.
Exige un arraigo en la propia tradición y una
madurez espiritual.
Con carácter general todos necesitamos disponer de profundas raíces
para desarrollarnos y crecer, ya que por ellas recibimos el alimento, la identidad,
la seguridad. Las religiones son terrenos ya arados que nos aportan una identidad,
un soporte, un alimento espiritual.
Para cruzar a la otra orilla necesitamos
construir un puente y tenemos que asegurarnos de que el puntal del que partimos
esté bien arraigado en la roca, de otra forma será frágil, se moverá, y sentiremos
vértigo al avanzar.
La
roca de donde partimos es una verdadera experiencia de fe
nutrida en la oración, además de un buen conocimiento intelectual de la propia
tradición.
La prueba de la madurez requerida es la
humildad, tanto en la relación
interpersonal como en las exposiciones doctrinales. Una humildad que nos equilibra y nos ayuda a reconocer los
límites de las formulaciones doctrinales a la vez que su importancia como
transmisoras de verdad.
Este arraigo y humildad, fundamentados
en una verdad vivida y experimentada en la oración, nos permite salir sin miedo
a que se desnaturalice la propia fe y es fuente de libertad y audacia.
Thomas Merton aconseja: «Este diálogo contemplativo debe estar
reservado para los que han sido seriamente formados con años de silencio y una
paciente iniciación en la meditación».
No
obstante, no es necesario esperar a que nuestra identidad esté totalmente
establecida para comenzar el intercambio interreligioso. La identidad no es un
don inmutable, se forja en el movimiento.
¿Cómo unir la adhesión exclusiva a Cristo y la acogida
incondicional en su nombre? La “madurez”
es comprender que Cristo no es
un límite para el diálogo interreligioso sino el umbral (J. Melloni).
El
seguimiento de Jesús desactiva todo impedimento que podamos objetar al
encuentro interreligioso.
Cristo está en todo acto de donación. El vaciamiento
por amor es el criterio de discernimiento de cualquier actitud religiosa, más
allá del credo que la configure. Donde hay vaciamiento se está revelando lo crístico.
El Dios que nos transmite Jesús es siempre mayor que las imágenes que nos
hacemos de él].
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