jueves, 24 de julio de 2014

Un  fragmento del libro de Xavier Melloni, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta editorial, Barcelona 2011.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO COMO EXPERIENCIA ESPIRITUAL

La verdad es una pura relación espiritual que se produce serenamente entre dos interlocutores a través de la comprensión, haciendo que el Extraño se convierta en Huésped. (Louis Massignon)

Llevamos suficiente camino recorrido para darnos cuenta de que el diálogo interreligioso no es una estrategia para sobrevivir en tiempos de forzada pluralidad, sino que se trata de una actitud existencial que implica a toda la persona, lo abarca todo e incluye los más diversos ámbitos.

El diálogo interreligioso es, en sí mismo, una experiencia religiosa y una llamada a la
conversión. Conlleva obligarse a sí mismo a estar dispuesto a cambiar de punto de vista, de comportamiento e incluso de convicción, lo cual significa una lucha contra uno mismo. No se trata de una dialéctica donde la batalla verbal pretende vencer o convencer al contrario, sino de crecer conjuntamente a través de una palabra compartida, escuchada y profundizada gracias al
intercambio de seres humanos en busca del Absoluto y de mayor humanidad.


Cada grado de ascenso en el diálogo es conquistado y compartido paso a paso, escalón por escalón. Se trata de impulsar una nueva conciencia sin ego donde las identidades no estén bloqueadas ni blindadas sino que sean relaciónales, atentas a dejar espacio al otro. Solo desde esta disposición
podremos llegar a comprender otros caminos que también conducen al Misterio o, al menos, vislumbrar desde qué profundidad nos hablan. No tenemos acceso a ellos desde fuera sino que tenemos que ser recibidos.

Seyyed Hossein Nasr, un sufí iraní contemporáneo, dice: Tolerar otra religión supone, en el fondo, creer que es falsa pero sin embargo aceptar su presencia, similar a como se tolera el dolor cuando es inevitable, pero prefiriendo que no existiera. Por el contrario, comprender otra religión en profundidad no consiste simplemente en analizar sus manifestaciones históricas o sus formulaciones teológicas y entonces tolerarlas, sino más bien en llegar a captar, al menos por anticipación intelectual, las verdades internas a partir de las cuales se generan todas sus manifestaciones externas. Significa ser capaz de ir de los fenómenos de una tradición a sus noúmenos, de las formas a las esencias, donde reside la verdad de todas las religiones y donde solo pueden ser verdaderamente entendidas y aceptadas.

Este esfuerzo debemos hacerlo todos y en cada momento, con el voto de confianza de que también lo hará el otro. El diálogo interreligioso propicia una experiencia de despojo y de éxodo. Desprendidos podemos dejar que se nos manifiesten nuevas perspectivas de Dios o de la Realidad última, nuevos
horizontes que desde nuestro ángulo de religación no podemos abarcar. Así lo expresaba la Asociación Teológica India en 1989: Las religiones del mundo son expresiones de la apertura humana hacia Dios. Son signos de la presencia de Dios en el mundo. Toda religión es única y mediante esta unicidad las religiones se enriquecen mutuamente. En su especificidad manifiestan rostros diferentes del inagotable Misterio supremo. En su diversidad nos permiten experimentar de una manera más profunda la riqueza del Uno. Cuando las religiones se encuentran en el diálogo forman una comunidad en la que las diferencias se convierten en complementariedad y las divergencias se transforman en indicaciones de comunión.

De una manera tal vez más sutil y penetrante, Abdelwahab Bouhdiba, un musulmán entonces presidente de la Comisión Permanente Árabe para los Derechos Humanos, hablaba sobre la fecundidad del encuentro interreligioso: El diálogo de las religiones fundamenta una verdadera dialéctica de la revelación: el creyente se expresa a partir de su propia fe o, lo que es
lo mismo, la fe se expresa a partir de la situación de cada creyente, y el choque del encuentro con el otro me revela, por diferencia, lo que soy. Yo me revelo en la mirada del otro, y al mismo tiempo, mi mirada lo revela a él. Es decir, nuestras fes respectivas nos revelan mutuamente, y sobre todo, nos revelan con una fuerza mayor a nosotros mismos. Nuestras religiones son como espejos: basta con disponerlos sabiamente uno frente al otro para multiplicar sus facetas e imágenes. Las religiones, como las culturas, esconden revelando y revelan todo ocultando.

La teología comienza a considerar hoy el diálogo interreligioso como un nuevo lugar teológico, según la expresión de Melchor Cano (1509-1560). Por lugares teológicos este dominico entendía ámbitos particularmente fecundos para la reflexión y argumentación teológica.

Podemos considerar que el diálogo interreligioso es un nuevo lugar teológico en tanto que es un espacio susceptible de reflexionar sobre Dios con unos presupuestos específicos que por su novedad aún carecen de recursos, tanto en vocabulario como en método, y que todavía están en proceso de maduración. Pero aún podemos dar un paso más y considerar que el diálogo interreligioso puede convertirse en un espacio teofánico, donde no solo somos nosotros los que reflexionamos
sobre Dios, sino donde Dios se manifiesta a nosotros. Dicho de otro modo, el diálogo interreligioso puede convertirse en un lugar teopático, un ámbito que permita hacer la experiencia de Dios. Escribe Martín Velasco: Teopático tiene su origen en la pasividad que caracteriza la experiencia mística en todas sus etapas; una pasividad que tiene las numerosas connotaciones que ha sugerido el texto del Pseudo-Dionisio el Areopagita que mejor la ha expresado: non tantum discens sed patiens
divina {Los Nombres de Dios, 2,9). No solo aprendiendo sino patiens,

En la medida en que en el encuentro interreligioso se dé una experiencia espiritual, el diálogo será intrarreligioso, esto es, se hará en el interior de la experiencia de fe y producirá una más honda experiencia de Dios. Pero ello no está garantizado de antemano. Es evidente para todos que vivir el diálogo interreligioso como lugar teopático no es nada fácil. Cinco podrían ser las características de la palabra compartida en este diálogo para que se convierta en una experiencia transformadora: una palabra desarmada, desposeída, descentrada, silente y creadora.

1. Una palabra desarmada
En el Edicto del Emperador Ashoka, monarca indio del siglo III a. de C. que se convirtió al buddhismo pacificando así su corazón atormentado por tanta violencia que él había desatado, se encuentran las bases para un encuentro no-violento entre las religiones: «La raíz es esta: cuidar la propia para que no se ensalce la propia tradición ni se desprecien otras tradiciones. Las demás
tradiciones debieran ser honradas debidamente en todos los casos.»7

También encontramos evocaciones sobre cuál es esta manera de hablar en los cánticos del Siervo de Yahveh, esa figura del Antiguo Testamento que representa al ser humano que se ha convertido en el portador del mensaje-presencia de Dios a su pueblo tras haber renunciado a toda autoafirmación: «No juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas» (Is 11,3); «no gritará, no alzará la voz, no voceará por las calles; no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que se extingue» (Is 42,2-3).

La palabra por intercambiar no necesita defenderse. Brota de la propia convicción como una ofrenda, no como una imposición. El diálogo interreligioso pone de relieve que si el hablar sobre Dios no dispone a abrirse y entregarse a la Realidad última sobre la que se habla, este hablar es antirreligioso porque no crea vínculos ni entre los que participan ni con Aquel sobre el que se habla, sino que los usurpa. La necesaria pacificación de la palabra pronunciada no afecta solo al modo del diálogo, sino también a su contenido.

Como dice Gandhi: «El conocimiento de la verdad no es posible sin ahimsa (no-violencia).»8
La violencia es un velo que oculta la manifestación de la verdad. El verdadero conocimiento de Dios lleva al más pleno respeto del otro, porque todo el mundo es portador de alguna partícula de verdad. Como se lee en el mismo profeta Isaías, «nadie causará ningún daño en todo mi monte santo, porque el conocimiento del Señor colma esta tierra como las aguas colman el mar» (Is 11,9).

La violencia de la palabra proviene del miedo a ser desposeído de la seguridad que da. Para que nadie haga daño con ella, uno debe desprenderse voluntariamente del poder que contiene su hablar. «La no-violencia es una fuerza activa del orden más elevado. Es la fuerza del alma o el poder de la
Divinidad dentro de nosotros. El ser humano imperfecto no puede captar la .totalidad de su esencia porque no puede soportar su resplandor»

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